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Un día, encontré a Dios.

Romina Aguilera

Desde los nueve años me pregunté porqué vivimos los seres humanos. Mi mamá trataba de dar respuestas que nunca me convencieron o dejaron tranquila, y ese pensamiento lo dejaba ir cuando jugaba o me distraía con las tareas. Me considero una persona tranquila, pensante, siempre creí en Dios porque mamá me hablo de Él. Me contó que Él me sanó de convulsiones cuando era bebé, evitando así tomar medicamentos de por vida. Ella se acercó a una iglesia a causa de esto, y nos enseñó a mí y mi hermano a orar, que nunca estábamos solos, que Él era nuestro papá. No recuerdo haber asistido a la iglesia en mi infancia ni adolescencia, pero tenía fe en Dios por las palabras de mi mamá.

Cuando llegué a la universidad, me pesaba más que nunca el hecho de vivir sin saber por qué vivía y para qué, por qué tenía que hacer cosas para luego morir. Es difícil a veces dar a entender esto.

Siempre que salía de cursar al volver a casa, pasaba por una librería cristiana que quedaba de camino y me detenía a leer banners con Su palabra. Uno de esos días decidí buscar una iglesia, ya que le hacía demasiadas preguntas a una compañera que era adventista, recuerdo. Nunca me lo dijo pero supongo que vio necesidad en mí y ella me invitó un fin de semana a su casa. Cuando llegué, la presencia de Dios estaba en ese lugar, al ver la mesa puesta para tomar la merienda, se me hizo un nudo en la garganta y cuando ella oró, me largué a llorar, me quería quedar en ese momento para siempre. Sentía que ya no tenía más preguntas que responder, me encontré con Dios, con su paz, su amor, quería estar con Él para siempre, eso decidí ese día. Ya no sólo creí sino que lo conocí y dio sentido a mi vida.

Esa semana, busque una iglesia y llegué a Jesús es Rey, cada domingo al cantar y luego escuchar la palabra, no podía parar de llorar.

Dios empezó a transformar mi vida desde entonces. Fui la primera de mi familia en conocer a Dios, porque mamá y mi hermano solo creían que existía. En mi primer campamento Bethel, entregué la vida de ellos al Señor anhelando que también puedan conocerlo y descansé en su fidelidad. Por supuesto que Él lo hizo, no de inmediato, sino que sucedió tiempo después que me casé, unos seis años aproximadamente.

Él siempre estuvo, está y estará en mi vida.

Hoy puedo decir que no sólo somos una familia de sangre, somos una familia cristiana, transformados y restaurados por Su amor.

“Pero, si a ustedes les parece mal servir al Señor, elijan ustedes mismos a quiénes van a servir: a los dioses que sirvieron sus antepasados al otro lado del río Éufrates, o a los dioses de los amorreos, en cuya tierra ustedes ahora habitan. Por mi parte, mi familia y yo serviremos al Señor »”.

Josué 24:15 NVI

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